by Borja Goyenechea
Peruvian writer Borja Goyenechea’s “El collar de conchas” is a coming of age story about three siblings who stand on the verge between having fun and breaking the law. It came second place in ‹‹El desafío››, short story competition organized by the Cátedra Varga Llosa.
El dado lo encontraron en la basura. Al principio les dio asco tocarlo, pero cuando descubrieron sus secretos, lo adoraron como a un amigo.
—Sale seis —dijo el mayor.
El menor se llevó los dedos a la boca y observó tenso cómo el cubito blanco rebotaba en el suelo, sus puntos negros vueltos una mancha gris.
—¡Seis! —anunció el ganador—. ¡Magia!
Los otros dos aplaudieron.
—Si sale tres, buscas mecha por allá —dijo el del medio al menor.
El mayor rio.
El menor se jaló los pelos y sonrió. Aguantó un grito mientras el dado caía al suelo, daba botes, se metía en una grieta de la vereda transitada, noche en el pueblo de Máncora, salía ileso, giraba algunas veces más, los puntos negros perdían velocidad, se hacían claros, dejaban de moverse y el tres quedaba arriba, vencedor.
—¡Ja! —celebró el del medio.
—¡Jajaja! —el mayor.
El menor quiso coger el dado y tirarlo al otro lado de la calle, que se perdiera entre los quioscos y la caminata de los turistas.
—¿A esos? —preguntó, señalando a un grupo de jóvenes reunido al lado de la pista.
—Sí. Anda y méchatelos.
Respiró hondo, pero tuvo que soltar el aire porque lo invadió la risa. Fingió cara seria, sacó pecho, extendió los brazos y se acercó al grupo de chicos tan más grandes que él. El mayor y el del medio lo escucharon gritar las pocas lisuras que conocía. Sus puños en posición de guardia, como ellos le habían enseñado. Los extraños apenas le hicieron caso. Le dieron empujoncitos, rebotaron la pelota de fútbol en su cabeza, ándate a dormir, huevonazo, quién le ha dado cerveza a la criatura.
Los hermanos recibieron al menor con palmadas en la espalda. Buena, valiente.
—Ahora me toca a mí —dijo él.
—Denle el dado —ordenó el mayor, como si le hablara a una multitud.
—Si sale cinco, me pagan.
—¿Cuánto te pagamos?
—Cinco soles.
El menor agitó el cubito de plástico en su palma cerrada y lo dejó caer. Apretó los puños mientras el dado se demoraba en decidir, y gritó al cielo cuando apareció un dos.
—¡Ahora me toca a mí! —dijo el del medio—. Seis soles si sale el seis.
Cayó el dado, los tres pares de ojos vigilaron sus movimientos, sus giros, sus cambios de dirección. Uno.
—Voy yo —anunció el mayor—. Sale dos y me dan toda su plata.
—¡Toda nuestra plata!
Alzó el dado y, sin agitarlo ni soplar, lo echó al abismo. Ignoró sus rebotes, sus vueltas y amenazas. Que sus hermanos se angustiaran por él, que se jalaran los pelos, se cogieran los bolsillos y anunciaran con sollozos su victoria.
¡Dos!
El mayor extendió las palmas y ordenó:
—¡A pagar!
Sus hermanos se carcajeaban. Le llenaron las manos hasta que ya no pudo cerrarlas. Entonces se puso a contar:
—Uno, dos, tres… ¡Diez!
—¿Diez soles? —preguntó el menor, asombrado.
—Sí. Diez soles.
—¡Alcanza para el collar de conchas! —reveló el del medio.
—¿El de conchitas blancas y rojas? —preguntó el menor. No se quitaba los dedos de la boca.
—Sí. El que nos gusta —confirmó el del medio.
—Cómpralo —imploró el pequeño, brincando al lado de su hermano mayor.
—¡Suave! —dijo este—. Se me cae la plata —Metió todo en sus bolsillos y reflexionó—. ¿De verdad costaba diez soles?
—Sí —contestaron—. Nada más —agregó el del medio.
—Entonces lo voy a comprar.
—¿Te atreves? —preguntó el menor, que se comía las uñas y espiaba con sus ojos de búho. El mayor miró a los lados. Nadie los observaba.
—Sí. Me atrevo —dijo, mientras se alejaba hacia el borde de la vereda, donde desfilaban un sinfín de negocios: bodegas, farmacias, tiendas de electrónicos, cevicherías y joyerías.
Los otros dos no miraron lo que hacía su hermano. Quisieron distraerse con el dado, con los mototaxis que llenaban la calle con el reguetón de sus parlantes, pero estaban tensos porque el mayor se había atrevido, y trataban de adivinar si lo que sucedería en los próximos segundos sería bueno, o terriblemente malo.
El mayor reapareció entre la multitud.
—Vamos —dijo.
Ajustaron el paso, cruzaron la calle y enfilaron en el sentido de los carros. No miraron atrás. Cuando se acercaron a la parte más calmada de la avenida, desde donde se podía ver el mar, echaron a correr. Los bolsillos del mayor chasqueaban, pesados. Detuvieron a un mototaxi.
—A Las Pocitas. Pasando el Hotel Selina.
El conductor asintió. Los muchachos se treparon en el asiento, agarrados para no balancearse al ritmo de los huecos y desniveles de la pista destartalada.
Dejaron atrás la bulla y las luces de la avenida. A la izquierda se alzaba el acantilado arenoso y a la derecha yacía el mar, los barcos y las chalanas de los pescadores. La única luz venía del farol del mototaxi. El mayor alcanzó a su bolsillo.
—Miren.
Era el collar, colorido aún en la poca luz. Se lo puso en el cuello y preguntó:
—¿Qué tal queda?
Sus hermanos levantaron los pulgares, sonrientes. Hubieran celebrado a gritos, pero al pie del acantilado distinguieron las escaleras maltrechas que llegaban hasta lo alto, donde una pequeña casa de madera contrachapada y techo de calamina, con la ventana iluminada y la puerta abierta, lo observaba todo. Parecía hecha de ceniza. Achicaron los hombros y las piernas. Se hicieron invisibles.
Sus risas estallaron cuando la casa desapareció detrás de una curva. Pasaron la garita de Las Pocitas y faroles cálidos iluminaron la pista. A la izquierda, el acantilado se disfrazó con fachadas de concreto y grandes ventanales, y a la derecha desfilaban los portones de las casas que daban al mar. Cuando vieron la puerta de madera barnizada que conocían, detuvieron al conductor.
—Ocho soles.
Los niños hicieron como si buscaran en sus bolsillos, se miraron unos a otros y el más grande pidió:
—Fíanos.
—¿‘Tas loco?
—No seas malito. Fíanos.
—Me quieres cagar —acusó el conductor.
—Pasa mañana a cobrarnos.
—¿Aquí viven? —preguntó, apuntando la puerta.
—Sí. Ven y te pagamos quince.
El conductor suspiró, harto. Uno de los niños le alcanzó un dado. Lo recibió y lo aventó a la pista, aunque hubiera preferido lanzárselo a la cara. Prendió la moto y se alejó.
El menor esperaba a los otros dos frente a la puerta. Ellos se acercaron orgullosos.
—¿Por qué no abres? —preguntó el del medio.
El pequeño guardó silencio.
—Apura, pe’ —insistió el mayor.
—Está cerrada.
—¿Cerrada?
El menor asintió con la cabeza, los brazos cruzados y los primeros rasgos de un puchero.
—¡Te tocaba a ti asegurarla! —acusó el mayor. Pero se detuvo cuando su hermano se puso a llorar—. Tranquilízate. Vamos por la playa. No pasa nada.
Caminaron el largo de varias casas, hasta dar con el primer atajo a la arena. La oscuridad de la playa fue un alivio. Si hubiera sido verano o vacaciones de julio, las luces de las salas y de los jardines pondrían el mar en evidencia.
Llegaron a la orilla. Con sus pies tocando el agua, regresaron los metros perdidos, hasta la casa. Esa puerta también estaba cerrada, pero en vez de muro había un montón de palos de bambú, separados lo suficiente para que sus cuerpecitos pasaran.
Primero entró el más pequeño, que ya se había calmado, luego el del medio y finalmente, con más esfuerzo, el mayor. Se felicitaron con sus risitas. Cruzaron el jardín y se lavaron los pies en la piscina. Las luces estaban apagadas, pero sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, y la luna llena, que por momentos se colaba entra las nubes, los amparaba.
Siguieron hasta la terraza. Los sofás estaban tapados, por si llovía. Una mano de plátanos colgaba de una columna. El mayor cargó al menor, para que cogiera uno. Luego corrieron la mampara, que habían dejado a medio abrir, y entraron a la sala.
Ahí la oscuridad era más grave. También el silencio, solamente interrumpido por el masticar del pequeño. Prendieron el televisor y tomaron asiento en los sofás que lo encaraban. Desde adentro, la antigüedad de la casa era evidente. La primera del balneario, se decía. El suelo era de baldosas anaranjadas, y las columnas y el techo estaban reforzados por madera. Así la conservaban porque lo de otra época tiene su propia belleza. También era de las casas más grandes. La que todos querían tener.
El del medio, con el control remoto, pasaba los canales. Se detuvo en una película de acción, pero estaba en inglés. Siguió hasta llegar a un partido de tenis, y dejó el control en la mesa.
—Qué hambre —dijo el mayor.
—Come un plátano —contestó el menor, que iba por la mitad del suyo.
El mayor se negó. Se puso de pie y fue a la cocina.
—¿Quieres algo? —preguntó al del medio, que estaba atento al televisor.
—Había chifles en la despensa.
El mayor abrió el refrigerador. Vacío. Quiso revisar la despensa, pero la oscuridad era implacable. Puso el dedo sobre el interruptor y su corazón galopó. Prendió la luz. Sus hermanos voltearon.
—Aquí están —dijo. Prendió la luz de la cocina—. También queda agua.
Sirvió tres vasos y los llevó a la sala. Regresó a coger los chifles, y en el camino de vuelta al sofá prendió otras cuantas luces.
—¡Oye! No coman sin platos. Van a ensuciar.
Fue una vez más a la cocina, prendió los focos que faltaban, cogió platos y volvió para repartirlos. Sus hermanos reían nerviosos. Habían saltado con cada foco que se encendía.
Llenaron los platos de chifles. El menor puso la cáscara de la fruta en el suyo.
—Hubieran comido plátano —dijo.
—No es lo mismo —contestó el del medio, embutiéndose la fritura.
Poco rato después, incluso el del medio, antes interesado en el partido, ya no prestaba atención. Miró a su hermano mayor. Se fijó en el collar de conchas blancas y rojas que tenía puesto. Llevaban semanas queriéndolo.
—¿Ahora qué hacemos? —preguntó el menor, bostezando.
El mayor se lo pensó. La emoción de prender luces había desaparecido. Volteó a mirar el pasadizo al final de la sala, oscuro. El sueño y el aburrimiento lo pusieron de pie.
—Me voy a dormir —dijo.
—¿A dormir? —preguntaron sus hermanos, mirándose uno a otro.
—Sí. Ya tengo sueño.
—Pero… —lo detuvo el menor—. ¿De verdad vas a dormir?
—Sí. Me voy a la cama. A dormir —concluyó el mayor.
Caminó hacia el pasadizo y se sumergió en la penumbra. Siguió a tientas hasta el final. Abrió la última puerta. La ventana coincidía con la luna; su luz fría descansaba sobre la cama. El mayor se acostó. Primero como la luna: sin perturbar la tela. Luego jaló una esquina de la sábana y enrolló su cuerpo. Puso una almohada entre sus piernas y en la otra apoyó la cabeza. Esta es mi cama, pensó. Sintió la misma emoción que las luces de la sala habían encendido. Aquí voy a dormir.
Jaló la cinta de la cortina y cubrió la ventana, la luna, las estrellas y el acantilado.
Un sonido agudo lo despertó. Pensó que un mosquito se había metido al cuarto y agitó las manos para matarlo. Cuando volvió a sonar, supo que se equivocaba. Se levantó. Otra vez, el timbre.
Abandonó la habitación. Encontró la sala encendida, sus hermanos dormidos en el sofá.
—¡Oigan!
Levantaron las cabezas, desconcertados.
—¡Manuel! —se escuchó el vozarrón de un señor. Golpes en la puerta—. ¡Manuel! ¿Estás ahí?
El menor y el del medio se pusieron de pie con caras de espanto. El mayor recorrió la casa apagando las luces. Los golpes en la puerta sonaron más fuertes.
No recogieron los chifles ni los platos ni lo vasos ni la cáscara. Empujaron la mampara y salieron al jardín. La noche había perdido su luna y sus estrellas. Pasaron entre los palos de bambú. Llegaron a la orilla y corrieron hacia la izquierda.
Llegaron a la pista por el mismo atajo de antes. Caminaron como si no fueran culpables de nada. Miraron al frente y calmaron la respiración al pasar frente a la puerta de la casa que habían abandonado. En la vereda, una pareja aguardaba. Tocaban y tocaban el timbre. El hombre tenía el teléfono al oído.
—Las luces estaban prendidas, estuvimos tocando y se apagaron —decía—… No. No vimos a nadie salir… Sí… Llamé a los de la garita. Ya llegarán.
La pareja volteó a observar a los niños. El hombre la miró a ella y asintió con la cabeza.
—¿Niños? —llamó la señora.
El mayor arrancó a correr; sus hermanos tras él. ‹‹¡Niños! ¡Policía!››, escuchó. Volteó a comprobar que el pequeño no se quedara atrás. Qué grande se había vuelto, que corría sin llorar.
Siguieron y los gritos se hicieron lejanos. Llegaron a las escaleras maltrechas, esas que subían por el acantilado hasta la casita de ceniza. Treparon. Los escalones crujían a cada paso, apenas se notaban en la oscuridad, pero ellos los conocían de memoria.
La casa olía a cigarro. Dos sombras discutían en un rincón del patio trasero. Voces adultas, distintas a esas de las que habían escapado. Los hermanos entraron sigilosos y se atrincheraron en la habitación que compartían. Se apachurraron en la única cama y fingieron dormir. Apretaron los párpados cuando escucharon pasos que se acercaban. La puerta se abrió y entró una mujer.
—¡Una de la mañana! —gritó. Prendió el foco que colgaba del techo y el ámbito apenas se iluminó. Quitó la porción de sábana que cubría al mayor y lo cogió por las orejas—. ¡Una de la mañana! ¡Cómo se te ocurre regresar a la una de la mañana!
Vio las conchas que su hijo llevaba al cuello. Les pasó el dedo y las observó de cerca.
—¿Con qué has pagado esto?
El mayor guardó silencio. Su madre le metió la mano en el bolsillo y sintió unas piedritas. Las sacó. Diez piedritas. Las echó al suelo y le dio al muchacho una palmada en todo el rostro.
—¿Cómo pagaste ese collar?
—Me lo regalaron —mintió él.
La madre iba a repetir la agresión, pero se llevó las manos a la cara, aguantó el llanto, apagó la luz y abandonó la habitación. Los niños la escucharon salir al patio. El olor a cigarro agravó. También los sollozos de la mujer.
—No tenemos nada —la escucharon decir—. Nada.
El hombre contestó un murmullo.
Borja Goyenechea is a Peruvian writer who lives in Spain. He studies journalism at CEU San Pablo and writes for Peruvian digital platform Sudaca. He has published two books of short stories, one in Lima and the other in Madrid. With “El collar de conchas”, he won the second place in a literary competition organized by the Cátedra Vargas Llosa.