Chile

¡Chile Despertó! … ¿Y Ahora Qué? // Chile has Awoken! ... Now what?

Image Courtesy of Ciper Chile

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By Maximilian Frederik van Oordt

​A más de un año del estallido social y con un proceso constitucional inédito en marcha, ya va siendo hora de abordar dos preguntas clave producto de este acontecimiento histórico: ¿cuáles han sido los cambios en Chile? y, ¿qué sendero debería seguir el país?

​En relación a la primera pregunta, la lista de respuestas es larga dado que este movimiento ha sido de extrema consecuencia nacional en materia económica, política, y social. En un artículo anterior había hecho alusión a varias causas principales del estallido como la clase política, la desigualdad, las pensiones, y el costo de la vida, entre muchas más. Todos estos ámbitos han ostentado cambios que van de lo superficial – como la destitución del ex Ministro del Interior Andrés Chadwick – a lo formidable – como el proceso constituyente. El 25 de octubre del año pasado, producto directo del estallido social, Chile celebró un plebiscito nacional sobre si se debiera mantener o no la actual Constitución. De forma abrumadora, el electorado despidió a la Carta Magna de la República, aprobando con un 78,28% el inicio de un proceso histórico que redactará un nuevo documento. El 11 de abril de 2021, los chilenos elegirán sus candidatos a la Convención Constituyente, influyendo así de forma directa en el resultado del proceso, y en agosto de 2022 votarán de nuevo en un plebiscito que buscará aprobar la nueva Constitución. Pese a la violencia y a las injusticias delatadas a lo largo del estallido social, este proceso constituyente es un ejemplo brillante de la democracia y uno del cual todo chileno puede sentirse orgulloso.

​Mas allá de los profundos cambios políticos – que, felizmente, han incluido una rebaja a las abusivas dietas parlamentarias – el Chile de hoy cuenta con reformas policiales, educativas, y económicas creadas con el objetivo de responder a las múltiples demandas de la ciudadanía. Carabineros de Chile, la institución policial encargada del orden público, vió su imagen fuertemente deslustrada por la vastedad de los abusos que ejerció contra los manifestantes. Lo que en tiempos pasados se consideraba un modelo a seguir en el contexto regional ahora parecía un instrumento de represión caracterizada por el caos, la tragedia, y la impunidad. El resultado ha sido un importante incremento en las compras y entregas de cámaras corporales por parte del gobierno, aunque las fuerzas policiales siguen contando con menos de mil de éstas a nivel país. También se ha apreciado el inicio de una profunda reforma a Carabineros llevada a cabo por las autoridades civiles en conjunto con la institución, con una mira al refuerzo de los derechos humanos. Según una encuesta Cadem a un año del estallido social, la policía uniformada contaba con sólo un 26% de la confianza popular, y apenas un 19% la consideraba capacitada para cumplir su labor. Cambios son imprescindibles, y los primeros de éstos ya están en marcha.

​A pesar de todas las reformas, al estado le quedan cuantiosas decisiones que tomar e injusticias que resolver. Las pensiones de los chilenos se siguen manteniendo en las famosas Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP);entidades privadas que entregan una jubilación mediana de tan solo $203.883 pesos chilenos, equivalente a poco más de doscientas libras esterlinas mensuales. En el Congreso Nacional, la indignación popular ha producido políticas populistas y de poca visión de futuro. Se ingresaron tres reformas constitucionales que permitieron el retiro por parte del cotizante de hasta el 10% de sus ahorros previsionales en cada instancia, poniendo así en riesgo de colapso total el actual sistema de pensiones sin reemplazo ninguno. Seamos claros: aquí no se arremete contra el retiro previsional en sí; fue una medida necesaria para enfrentar la crisis económica que provocó la pandemia. Tampoco se busca defender el modelo de las AFP – que descanse en paz. Aquí el problema es que aquellos autores del retiro siguen sin presentar ningún proyecto que pueda reemplazar el sistema actual, ni un plan que pueda proteger a los cotizantes a largo plazo. Incluso la diputada opositora Pamela Jiles, rostro de los últimos dos retiros, admitió que su proyecto es populista, agregando que es una “pésima política… pero que más vamos a hacer”. La caída de las AFP sería un gran paso hacia una pensión digna en Chile, pero sólo se podrá festejar cuando el cotizante chileno esté protegido por el sistema de reemplazo. La moraleja en este caso sería que cualquier reforma que se haga se tendrá que hacer responsablemente y con miras hacia el futuro. Chile busca transformarse, no arrancarse de raíz.

​Sin embargo, la secuela más peligrosa del estallido social ha sido el aumento importante de las voces extremistas e ideológicas del país. Desde la derecha, se sienten los fantasmas del viejo Pinochetismo en los partidos Renovación Nacional (RN) y Unión Democrática Independiente (UDI), quienes se han abierto a un pacto electoral con el partido Republicano de ultraderecha – un partido que a menudo valora y justifica la dictadura militar de los 80. Incluso el ex presidente de RN denunció haber sido víctima “de los ataques virulentos de miembros o simpatizantes” de aquel partido. Incorporar a partidos de este talante a la corriente principal daña la institucionalidad de la República; una institucionalidad que la misma derecha pretende – y debe – resguardar.

​Mientras tanto, desde la ultraizquierda se levantan voces de semejante percance. El Partido Comunista de Chile (PCCh) ha hecho la vista gorda a los desmanes cometidos por antisociales durante las manifestaciones y ha llegado incluso a avalar la violencia contra las fuerzas del orden. El presidente del PCCh señaló desvergonzadamente que “una condena genérica a la violencia no la voy a hacer” y, al preguntarle si condenaría el vandalismo visto durante las protestas, respondió: “¿cómo voy a condenar una cosa tan menor?”. A la apatía comunista se suman cinco congresistas de cinco partidos opositores quienes han presentado nada menos que un indulto general a manifestantes detenidos en el marco del estallido social, buscando sobreseer así las imputaciones en su contra; imputaciones que incluyen graves delitos como el homicidio frustrado y el tráfico de armas. La justicia constituye pilar fundamental de cualquier democracia sana y el escepticismo con el que la ultraizquierda trata al poder judicial, que en Chile es independiente, terminará debilitándola a corto y a largo plazo.

Hoy más que nunca, Chile necesita un gobierno pragmático, centrista, y de consenso. Los desmanes del 18-O han echado leña al fuego del extremismo político. Mientras la ultraizquierda avala la violencia hacia el estado, la ultraderecha atrinchera el extremismo político. El progreso que se ha logrado en materia política, económica, y social ha sido abundante y el país va encaminado hacia una vida digna para sus habitantes. Este progreso se alcanzó a través de los acuerdos mutuos y la atención prestada a la ciudadanía. El extremismo político ni responde a las demandas sociales, ni tiene la posibilidad de solucionarlas. Chile despertó… ¿Y Ahora qué? Ahora tendrá que elegir su sendero. Si triunfa la democracia y el consenso, “la copia feliz del Edén” – que promete el himno nacional – estará al alcance de su pueblo.

ENGLISH TRANSLATION

​With over a year having passed since Chile’s mass protests and with an unprecedented constitutional process underway, it is about time to tackle two key questions raised by this historic event: what changes have occurred in Chile, and what path should the country take?

​In terms of the first question, the list of answers is a long one given that this movement has been extremely consequential in the economic, political, and social realms. In a previous article I had alluded to many of the main causes of the social unrest including the political elite, inequality, pensions, and the cost of living, among many other factors.All these areas have seen changes which range from the superficial – such as the impeachment of the former Minister of the Interior Andrés Chadwick – to the formidable – such as the constitutional process. On October 25th of last year, as a direct consequence of the social unrest, Chile held a national referendum on whether or not to keep its current constitution.Overwhelmingly, the electorate fired the republic’s basic charter, approving by 78.28% the commencement of a historic process which would draw up a new document. On the 11th of April of 2021, Chileans will elect their candidates to the Constitutional Convention, thereby directly influencing the result of the process, and in August of 2022 they will once again vote in a plebiscite which will decide whether the new Constitution will replace the old one. Despite the violence and the injustices laid bare throughout the mass demonstrations, this constitutional process is a shining example of democracy and one which all Chileans can be proud of.

​Beyond the far-reaching political changes – which, fortunately, include a reduction in the extortionate congressional salaries – the Chile of today boasts reforms to police, education, and the economy created with the objective of responding to the people’s many demands. The Carabineros de Chile, the police institution in charge of riot control, saw their image badly tarnished by the immensity of abuses they committed against protestors. What had once been considered a role model in the regional context now seemed to be an instrument of repression characterised by chaos, tragedy, and impunity. The result of this has been a significant increase in the purchase and distribution of body cams by the government, although the police forces continue to make do with fewer than a thousand of these nationwide. A deep reform of the Carabineros has also begun, undertaken by the civil authorities in conjunction with the institution and aimed at reinforcing human rights. According to a survey by the national pollster one year on from the beginning of the social unrest, the national police enjoyed only 26% of citizens’ trust, with only 19% of the population considering them to be capable of fulfilling their duties. Changes are necessary, and the first of these are already underway.

​Despite all these reforms, the state is still faced with numerous decisions to make and injustices to resolve. The pensions of Chileans continue to be kept in the infamous Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP); private entities which provide a median pension of only $203,883 Chilean pesos, equivalent to just over two hundred pounds sterling per month. In the National Congress, popular anger has produced populist and short-sighted policies. Three constitutional amendments were introduced which each permitted the withdrawal of up to 10% of one’s pension savings, thereby risking the total collapse of the current pension system with no replacement in sight. To be clear: this article does not attack the pension withdrawal bill in of itself; it was a necessary measure to deal with the economic crisis brought about by the pandemic. Nor does this article attempt to defend the AFP pensions model – may it rest in peace. The problem here is that those who introduced these policies did so without presenting a single proposal which could replace the current system, nor did they announce any plans to protect pensioners in the long term. Even the opposition MP Pamela Jiles, the face of the last two withdrawals, admitted that her proposal is populist, adding that it is “an awful policy… but what else are we going to do”. The fall of the AFPs would be a great step towards dignified pensions in Chile, but one can only begin celebrating once the Chilean pensioner has been protected by a replacement system. The moral of the story in this case would be that whatever reform is made must be made responsibly and with the future in mind. Chile seeks to transform itself, not uproot itself outright.

​Nevertheless, the most dangerous product of the social unrest has been the significant increase in extremist and ideological voices within the country. On the political right, ghosts of Pinochetism are being felt in the Renovación Nacional (RN) and Unión Democrática Independiente (UDI) parties, which have opened themselves up to an electoral pact with the hard right Republican party – a party which regularly praises and justifies the military dictatorship of the 80s. Even the former president of RN condemned the fact that he had been victim of “virulent attacks by members or sympathisers” of that party. The incorporation of parties of this nature into the political mainstream damages the institutions of the Republic; institutions that the political right itself claims to – and should – defend.

​Meanwhile, similarly distasteful voices are being heard among the hard left. The Chilean Communist Party (PCCh) has turned a blind eye to the destruction committed by delinquents throughout the protests and has on occasions justified violence committed against law enforcement. The president of the PCCh unashamedly commented that he would “not make a generic condemnation of violence” and, when asked whether he would condemn the vandalism seen during the protests, replied with: “why would I condemn something so minor?”. Added to this communist apathy are five MPs from five different opposition parties who have introduced nothing short of a general pardon to those detained during the social unrest, thereby seeking to dismiss the charges against these individuals; charges which include severe crimes such as attempted murder and arms trafficking. Justice forms a fundamental pillar of any healthy democracy and the scepticism with which the hard left treats the judicial system, which in Chile is independent, will end up debilitating it inboth the short and long term.

​Now more than ever, Chile needs a pragmatic and centrist government by consensus. The destruction of the social unrest has poured fuel onto the fire of political extremism. While the hard left promotes violence against the state, the hard right entrenches political extremism. There has been abundant progress in the political, economic, and social realms and the country is on track towards a dignified life for its inhabitants. This progress was achieved by mutual agreements and by listening to the citizenry. Political extremism neither responds to the popular demands, nor does it have the capacity to solve them. Chile has awoken… now what? Now it will have to chart its course. Should democracy and consensus triumph, then the “happy copy of Eden” promised by the national anthem will be at the fingertips of the Chilean people.

Maximilian Frederik van Oordt is a second-year International Relations student at King’s College London. interested in politics, history and law, he enjoys focusing on Latin American affairs, with a particular emphasis on these three areas.